Un poema sirve para pensar:
lo construyes en tu mente
convocando los recuerdos,
ordenando las ideas,
probando alianzas de razones
que buscan maridajes perdurables.
Un poema sirve para sentir:
es barajar emociones;
mostrar afectos,
repartir penas,
regalar alegrías,
regalar alegrías,
acercar caricias
y jugar con las sorpresas.
Un poema sirve para curar;
es terapia de papel y pluma,
receta de los milagros...
El principio activo de los versos
es la humilde medicina del alma,
dosis de palabras que alivian y sanan;
conjuro en papel que vivifica el espíritu.
Un poema sirve para hablar
en primera o segunda persona:
contigo, con Dios, con uno mismo;
con él desconocido que se hace tú;
con otro yo, o yo mismo en todo tiempo.
Un poema sirve para soñar,
para armar edificios imposibles,
para imaginar lo que nunca vimos,
y dibujarlo en el papel con las estrofas;
para iluminar lo que se apagó
para apagar lo que brilla demasiado.
Un poema sirve casi para cualquier cosa;
pero no vale para hacerse rico,
ni perseguir la gloria en el instante,
solo, acaso, para vivir pobre,
para tener poco,
para luchar mucho y
para ser el secreto guardián
de una rara felicidad.
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